DIGNIDAD DEL
MORIBUNDO. EUTANASIA Y SUICIDIO ASISTIDO
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA V ASAMBLEA GENERAL
DE
LA ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA
27 de febrero de
1999
1 ¡Bienvenidos, ilustres miembros de la
Academia pontificia para la vida, que os habéis reunido en Roma con ocasión de
vuestra asamblea general anual!. Al dirigir a cada uno de vosotros mi cordial
saludo, agradezco al presidente, profesor Juan de Dios Vial Correa, las amables
palabras con que ha interpretado vuestros sentimientos. Saludo, asimismo, a los
obispos presentes: a monseñor Elio Sgreccia, vicepresidente de la Academia
pontificia para la vida, y a monseñor Javier Lozano Barragán, presidente del
Consejo pontificio para la pastoral de los agentes sanitarios, al que está unida
la Academia pontificia.
Raíces y dimensiones del abandono
del moribundo
Un pensamiento especial va a su
inolvidable primer presidente, el profesor Jérôme Lejeune, que falleció hace
casi cinco años, el 3 de abril de 1994. Quiso decididamente esta nueva
institución, casi como su testamento espiritual, para la salvaguardia de la vida
humana, previendo las crecientes amenazas que se cernían en el
horizonte.
Deseo expresar mi satisfacción por toda
la actividad de investigación rigurosa y de amplia información, que la Academia
pontificia ha sabido preparar y realizar durante este primer quinquenio de vida.
El tema que habéis elegido para vuestra reflexión, “La dignidad del moribundo”
pretende llevar luz de doctrina y de sabiduría a una frontera que, en algunos
aspectos, es nueva y crucial. En efecto, la vida de los moribundos y de los
enfermos graves está expuesta hoy a una serie de peligros que se manifiestan,
unas veces en forma de tratamientos deshumanizadores y, otras, en la
desconsideración e incluso en el abandono, que puede llegar hasta la solución de
la eutanasia.
2. El fenómeno del abandono del
moribundo, que se está extendiendo en la sociedad desarrollada, tiene diversas
raíces y múltiples dimensiones, bien presentes en vuestro
análisis.
Hay una dimensión sociocultural,
definida con el nombre de “ocultación de la muerte”: las sociedades organizadas
según el criterio de la búsqueda del bienestar material, consideran la muerte
como algo sin sentido y, con el fin de resolver su interrogante, proponen a
veces su anticipación indolora. La llamada “cultura del bienestar” implica
frecuentemente la incapacidad de captar el sentido de la vida en las situaciones
de sufrimiento y limitación, que se dan mientras el hombre se acerca a la
muerte. Esa incapacidad se agrava cuando se manifiesta dentro de un humanismo
cerrado a la trascendencia, y se traduce a menudo en una pérdida de confianza en
el valor del hombre y de la vida.
Hay, además, una dimensión fílosófica e
ideológica, basándose en la cual se apela a la autonomía absoluta del hombre,
como si fuera el autor de su propia vida. Desde este punto de vista, se insiste
en el principio de la autodeterminación y se llega incluso a exaltar el suicidio
y la eutanasia como formas paradójicas de afirmación y, al mismo tiempo, de
destrucción del propio yo.
Hay, asimismo, una dimensión médica y
asistencial, que se expresa en una tendencia a limitar el cuidado de los
enfermos graves, enviados a centros de salud que no siempre son capaces de
proporcionar una asistencia personalizada y humana. Como consecuencia, la
persona internada muchas veces no tiene ningún contacto con su familia y se
halla expuesta a una especie de invasión tecnológica que humilla su
dignidad.
Existe, por último, el impulso oculto de
la llamada “ética utilitarista”, por la cual muchas sociedades avanzadas se
regulan según los criterios de productividad y eficiencia: desde esta
perspectiva, el enfermo grave y el moribundo necesitado de cuidados prolongados
y específicos son considerados, a la luz de la relación costo-beneficios, como
cargas y sujetos pasivos. En consecuencia, esa mentalidad lleva a disminuir el
apoyo a la fase declinante de la vida.
3. Éste es el marco ideológico en que se
fundan las campañas de opinión, cada vez más frecuentes, que pretenden la
instauración de leyes en favor de la eutanasia y del suicidio asistido. Los
resultados ya obtenidos en algunos países, unas veces con sentencias del
Tribunal supremo y otras, con votos del Parlamento, confirman la difusión de
ciertas convicciones.
Esperanza en la
inmortalidad
Se trata de la avanzada de la cultura de
la muerte, que se manifiesta también en otros fenómenos atribuibles, de un modo
u otro, a una escasa valoración de la dignidad del hombre, como, por ejemplo,
las muertes causadas por el hambre, la violencia, la guerra, la falta de control
en el tráfico y la poca atención a las normas de seguridad en el
trabajo.
Frente a las nuevas manifestaciones de
la cultura de la muerte, la Iglesia tiene la obligación de mantenerse fiel a su
amor al hombre, que es “el primer camino que (...) debe recorrer” (Redemptor
hominis, 14). A ella le compete hoy la tarea de iluminar el rostro del hombre,
en particular el rostro del moribundo, con toda la luz de su doctrina, con la
luz de la razón y de la fe; tiene el deber de convocar, como ya ha hecho en
diversas ocasiones cruciales, a todas las fuerzas de la comunidad y de las
personas de buena voluntad para que, alrededor del moribundo, se establezca con
renovado calor un vínculo de amor y solidaridad.
La Iglesia es consciente de que el
momento de la muerte va acompañado siempre por sentimientos humanos muy
intensos: una vida terrena termina; se produce la ruptura de los vínculos
afectivos, generacionales y sociales, que forman parte de la intimidad de la
persona; en la conciencia del sujeto que muere y de quien lo asiste se da el
conflicto entre la esperanza en la inmortalidad y lo desconocido, que turba
incluso a los espíritus más iluminados. La Iglesia eleva su voz para que no se
ofenda al moribundo, sino que, por el contrario, se lo acompañe con amorosa
solicitud mientras se prepara para cruzar el umbral del tiempo y entrar en la
eternidad.
La soberanía de Dios
4. “La dignidad del moribundo” está
enraizada en su índole de criatura y en su vocación personal a la vida inmortal.
La mirada llena de esperanza transfigura la decadencia de nuestro cuerpo mortal.
“Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal
se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: la
muerte ha sido absorbida por la victoria”, (1 Co 15, 54; cf. 2 Co 5,
1).
Por tanto, la Iglesia, al defender el
carácter sagrado de la vida también en el moribundo, no obedece a ninguna forma
de absolutización de la vida física; por el contrario, enseña a respetar la
verdadera dignidad de la persona, que es criatura de Dios, y ayuda a aceptar
serenamente la muerte cuando las fuerzas físicas ya no se pueden sostener. En la
encíclica Evangelium vitae escribí: “La vida del cuerpo en su condición terrena
no es un valor absoluto para el creyente, sino que se le puede pedir que la
ofrezca por un bien superior. (...) Sin embargo, ningún hombre puede decidir
arbitrariamente entre vivir o morir. En efecto, sólo es dueño absoluto de esta
decisión el Creador, en quien ‘vivimos, nos movemos y existimos’ (Hch 17, 28)”
(n. 47).
De aquí brota una línea de conducta
moral con respecto al enfermo grave y al moribundo que es contraria, por una
parte, a la eutanasia y al suicidio asistido (cf. ib., 61), y, por otra, a las
formas de “encarnizamiento terapéutico”, que no son un verdadero apoyo a la vida
y la dignidad del moribundo.
Es oportuno recordar aquí el juicio de
condena de la eutanasia entendida en sentido propio como “una acción o una
omisión que, por su naturaleza y en la intención, causa la muerte, con el fin de
eliminar cualquier dolor”, pues constituye “una grave violación de la ley de
Dios” (ib., 65). Igualmente, hay que tener presente la condena del suicidio,
dado que, “bajo el punto de vista objetivo, es un acto gravemente inmoral,
porque conlleva el rechazo del amor a sí mismo y la renuncia a los deberes de
justicia y de caridad para con el prójimo, con las distintas comunidades de las
que se forma parte y para la sociedad en general. En su realidad más profunda,
constituye un rechazo de la soberanía absoluta de Dios sobre la vida y sobre la
muerte” (ib., 66).
Un testimonio de amor
5. El tiempo en que vivimos exige la
movilización de todas las fuerzas de la caridad cristiana y de la solidaridad
humana. En efecto, es preciso afrontar los nuevos desafíos de la legalización de
la eutanasia y del suicidio asistido. Para este fin, no basta luchar contra esta
tendencia de muerte en la opinión pública y en los parlamentos; también es
necesario comprometer a la sociedad y a los organismos de la Iglesia en favor de
una digna asistencia al moribundo.
Desde esta perspectiva, apoyo de buen
grado a cuantos promueven obras e iniciativas para la asistencia de los enfermos
graves, de los enfermos mentales crónicos y de los moribundos. Si es necesario,
deben tratar de adecuar las obras asistenciales ya existentes a las nuevas
exigencias, para que ningún moribundo sea abandonado o se quede solo y sin
asistencia ante la muerte. Esta es la lección que nos han dejado numerosos
santos y santas a lo largo de los siglos y, también recientemente, la madre
Teresa de Calcuta con sus oportunas iniciativas. Es preciso educar a toda
comunidad diocesana y parroquial para asistir a sus ancianos, y para cuidar y
visitar a sus enfermos en sus casas y en los centros específicos, según las
necesidades.
La delicadeza de las conciencias en las
familias y en los hospitales favorecerá seguramente una aplicación más general
de los “cuidados paliativos” a los enfermos graves y a los moribundos, para
aliviar los síntomas del dolor, llevándoles al mismo tiempo consuelo espiritual
con una asistencia asidua y diligente. Deberán surgir nuevas obras para acoger a
los ancianos que no son autosuficientes y se encuentran solos; pero, sobretodo,
deberá promoverse una amplia organización de apoyo económico, además de moral, a
la asistencia prestada a domicilio: en efecto, las familias que quieren mantener
en su casa a la persona gravemente enferma, afrontan sacrificios a veces muy
costosos.
Las Iglesias particulares y las
congregaciones religiosas tienen la oportunidad de dar en este campo un
testimonio de vanguardia, conscientes de las palabras del Señor a propósito de
cuantos se prodigan por aliviar a los enfermos: “Estaba enfermo y me
visitasteis” (Mt 25, 36).
María, la Madre dolorosa que asistió a
Jesús moribundo en la cruz, infunda en la madre Iglesia su Espíritu y la
acompañe en el cumplimiento de esta misión.
Os imparto a todos mi
bendición.